…y despiertas frente al monitor sucio de polvo, otra ves ese dolor de cabeza insoportable. Te levantas de ese sillón anaranjado con cómodo respaldo, te pones tus pantuflas y caminas fuera del estudio. Estás solo, caminas por ese pasillo que te lleva a una luz que se ve a lo relativamente lejos que indica que aún quedan algunos rayos de sol en la ventana. Abres el cajón de pastillas y sacas dos cápsulas azules, que son azul marino de arriba y celeste de abajo. Las pones en tu puño derecho y las aprietas.
Das unos diez pasos para entrar a la cocina, prendes la luz y tomas un vaso de vidrio limpio, sirves agua fría en él (puesto que tienes calor a pesar de ser enero) y tomas tu par de pastillas mágicas que te dieron si algún día te sentías tan mal de no reconocer la realidad.
Regresas al estudio, se escucha un poco de música a bajo volumen, es tango. Abres el cajón que está bajo el florero a un costado de tu PC y sacas una cajetilla casi vacía de cigarrillos, tomas el penúltimo y sales al pequeño jardín con el que colinda el estudio, lo enciendes y tienes vagos recuerdos de lo que hiciste ayer. Tu estado emocional es de incertidumbre, no sabes porque estás ahí aspirando humo, pero lo estás. Suena tu teléfono móvil y el escándalo de la música te provoca tal dolor auditivo que caes de rodillas al pasto amarillento seco. Deja de sonar y te levantas, ya no portas nada en las manos. Caminas a pasos apresurados para ver quien se acordaba de ti, Omar Alarcón. No lo vales y lo sabes, no vales la llamada de nadie, has devastado tanto las vidas adolecentes de tus amigos que no lo merecen.
Tienes 19 años y no entiendes en buena medida que sucede a tu alrededor. Antes de llegar al móvil, ves la foto empolvada de tu hermano Daniel junto con alguna contigo y una chica la cual te abraza y se ve contenta de estar contigo, pero no recuerdas quien es…